“El símbolo garantiza la correspondencia de dos universos que están en niveles ontológicos distintos; es el medio, el único medio, de penetración en lo invisible, en el mundo del misterio, en lo esotérico”. Henry Corbin
Hay dos historias de los orígenes del hombre. Por una parte está la historia científica, la de la paleontología y la antropología, relativamente bien documentada con un registro de fósiles, que aunque mejorable, nos da una idea bastante clara de los orígenes de la humanidad.
Según este registro fósil, los primeros homínidos pueden datarse hacia 3 millones de años atrás.
El homo erectus ya estaba fuera de su África original, colonizando Eurasia hace casi dos millones de años, y hacia el 1.500.000 a.C. empiezan a aparecer esporádicamente restos de uso del fuego. Pero no fue hasta el 400.000 a.C. cuando ya aparecen generalizadamente pruebas de un uso controlado del fuego en todos los yacimientos.
Hacia el 200.000-150.000 a.C. en el este de África vuelve a surgir otra especie humana, la última (por ahora), la de Cromagnon. Y hasta ahora. Según esta historia, la humanidad ha ido progresando en cultura y capacidad de supervivencia, con altibajos, pero de una forma continuada.
Pero hay otras historias de los inicios de la humanidad: las mitológicas. Y entre estas historias mitológicas, la judía del Génesis, nos ha influido a nosotros especialmente.
La “historia” bíblica es contradictoria con la historia paleontológica. Y por ello siguiendo un pensamiento lineal, si una de ellas es verdadera, la otra tiene que ser falsa.
Pero quizás deberíamos utilizar un pensamiento “lateral”, y por ello quizás podríamos pensar que las dos historias pueden ser verdaderas, si reinterpretamos adecuadamente el mito y conseguimos descubrir su verdad oculta.
Las dos historias dejan de ser contradictorias si consideramos la historia bíblica de la creación de Adán, no como el origen de la humanidad normal, a la que todos pertenecemos, sino como la historia de la “creación” del hombre “perfecto”, el “antropos”, la clase especial de humanos, mejorados y formados por nuestros visitantes cósmicos, para ser sus ayudantes e interlocutores en su papel de guías y protectores de la humanidad.
Lo primero, insistir, en que en los mitos antiguos, la palabra “creación” tiene un significado de civilización, enseñanza, organización, más que la de creación física de algo que no existía.
Según esta hipótesis, los visitantes-protectores decidieron formar un grupo de humanos que formaran la clase dirigente de la humanidad, constituyéndose como integrantes en la organización cósmica a la que ellos pertenecen.
En posteriores libros bíblicos y extrabíblicos, que recogen tradiciones del mundo judío, se aportan más detalles sobre la narración del Génesis.
En el segundo libro de Enoc, Dios dice de Adán: “Y le dejé establecido en la tierra como un segundo ángel, honorable, grande y glorioso. Y le constituí como rey sobre la tierra, teniendo a su disposición un reino gracias a mi Sabiduría. Y entre mis criaturas no había nada parejo a él sobre la tierra”. (11, 60-63)
Incluso en otros textos de la época, se reconocía una condición tan elevada a Adán que casi tocaban en lo que posteriormente el judaísmo rabínico del siglo II llamará la herejía de los dos poderes en el cielo.
En 2Enoc 30,11-12 se identifica a Adán como el principal ángel de Dios que tiene poder sobre la creación. Y en la “Vida de Adán y Eva, 14,2”, el arcángel Miguel le ordena a Satán adorar a Adán quien es la imagen de Dios.
Y en el Testamento de Abraham, 11,4 el arcángel Miguel le presenta al patriarca en el cielo a un hombre de extraordinaria presencia, como la del más excelso rey celestial, sentado en un trono de oro, y que por supuesto resulta ser Adán, la imagen del primer hombre.
Y además este estatus de humanos con capacidad de colaborar con “los dioses” viene perfectamente reflejado en el Génesis, cuando explica cómo Dios conversaba con ellos, les enseñó a Adán y Eva el nombre de todas las cosas, y los tenía cuidando del jardín del Edén.
Pero aparece en el Génesis el obscuro episodio del “pecado original”, y la posterior expulsión del Paraíso, con la pérdida de las capacidades adquiridas anteriormente.
Una interpretación de este episodio nos viene de la revelación de la Cábala de Isaac Luria, y está relacionado con “la rebelión de Lucifer”.
Según esta revelación, hubo una especie de guerra civil dentro de la Organización Cósmica a la que pertenecerían nuestros vecinos visitantes, y ante la proposición de los “rebelados”, la jerarquía humana constituida en la Tierra, denominada simbólicamente en el mito como “Adán”, se habrían independizado de la Organización, cortando los rebeldes toda comunicación con dicha Organización.
La derrota final de los rebeldes trajo consigo la destitución de la inicial cúpula dirigente de los antropos que habría colaborado con ellos, de “Adán”, sustituyéndola por otros “hijos o descendientes de Adán”.
Hay una frase muy misteriosa en el Génesis, 4, 26, que ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Dice: “A Set le nació un hijo, al que llamó Enós, (no confundir con Enoc). Por entonces se comenzó a nombrar el nombre de Yahveh”.
Una posible interpretación de esta frase sería que cuando terminó la secesión e independización del “Reino”, llevada a cabo por Adán, con la derrota de los rebeldes, se produjo de nuevo la integración en la Organización Cósmica, y se restablecieron las comunicaciones, y por eso “se comenzó de nuevo a nombrar el nombre de Dios, o sea de la Autoridad Suprema del Reino de Dios“.
Y esto se produjo ya en tiempos de los descendientes de Adán, uno de los cuales fue instituido como nuevo Jefe de la Jerarquía humana, representante de la Humanidad en el “Reino”-Organización Cósmica..
Este nuevo Jefe es simbolizado en la narración bíblica mediante el mito de Enoc. Este fue un humano, de la descendencia de Adán, que según el libro de las Similitudes, es transformado en los cielos en un ser celestial de primera importancia: el Hijo del Hombre, o Jefe de la Jerarquía humana, representante de la humanidad ante el “Reino de Dios“.
Y por ello esta nueva gran figura es la que se sienta en el trono de Dios para juzgar al mundo (1Enoc 62, 5; 69, 29).
De él se dice que tiene la “apariencia de un hombre y una cara llena de gracia como la de los ángeles” (1 Enoc 46, 1); “posee la justicia divina, la mayor dignidad y conoce los tesoros ocultos” (1Enoc 46,3); derrocará a los reyes y a los poderosos de sus posiciones y avergonzará a los pecadores (1 Enoc 46, 4-5).
Que fue creado y Elegido antes que los ángeles; luz y esperanza de las naciones; todos los hombres se “prosternarán y lo adorarán” (1 Enoc 48, 3-6); en él habita la sabiduría, el discernimiento, el entendimiento y el poder (1 Enoc 49, 3-4); gobernará como mesías de manera fuerte y poderosa sobre la tierra (1 Enoc 52, 4).
En resumen él es el Justo (1 Enoc 38, 2; 47, 1.4; 53, 6), y la luz de las naciones (1 Enoc 48, 4) que comparte la gloria divina. Es el Rey del Mundo.
La gran controversia y duda está en averiguar cuál es el estatus de Jesús el Cristo, en este contexto. El cristianismo oficial otorga a Jesucristo, todas las cualidades que el Libro de Enoc da a la figura de “Enoc”, asegurando que fue una especie de avatar de “Enoc”, o sea el mismo “Rey del Mundo”, encarnado nuevamente en un hombre.
Pero que Jesús fuese un avatar del “Enoc” -Rey del Mundo, o fuese un “bodhisattva” o humano ascendido que haya actuado en su nombre, es realmente secundario. Cuando un general hace una conquista, es como si la hubiese hecho el Rey que lo ha nombrado.
Isidoro García
Director Revista Quitapesares