Un asalto de felicidad
La alegría debería ser nuestro estado natural, que da paso a fluir en libertad, tras soltar el lastre del peso del pasado (Arancha Merino: «Haz que cada mañana salga el sol», Alienta Editorial).
El amor y la alegría son las dos emociones más recompensadas por nuestro entorno. O al menos no son tan censuradas como manifestar miedo, tristeza, rabia u orgullo. Una vez más vamos a redefinir la auténtica alegría para distinguirlos de los estados de ánimo alegres que están desconectados, por no corresponder al estímulo apropiado o que son disfuncionales por exceso (que afectarían al páncreas) o por defecto (que afectarían a los pulmones).
La alegría es la emoción que nos permite percibir el fluir de la vida en nosotros y en nuestro entorno y, si no la cortamos ni la exageramos, nos lleva a transmitirla sin esfuerzo, en un flujo percibido como placer y plenitud. Es una sensación, un sentimiento, un estado que nos sumerge en el presente más inmediato. No podemos estar auténticamente alegres si llevamos a cuestas pesos del pasado; si nos quedan circuitos por cerrar. Su polo opuesto sería la rabia. Donde hay rabia no puede haber alegría. La auténtica rabia desaparece cuando hemos restituido la verdad ante una mentira, restablecido la justicia ante una injusticia, denunciado la manipulación, recuperado el espacio físico o psicológico cuando ha sido invadido, regenerado aquello que nos ha sido amputado. En todos estos casos, la vía está libre para sentir legítimo orgullo por lo conseguido y amor por nosotros mismos, las personas y las circunstancias que hicieron todo ello posible. Y, sobre todo, agradecimiento.
Por mucho tiempo pensé que la alegría era previa al amor. Pero no. Hay siempre una secuencia. Así como el amor responde a cuándo amar y a quién, la alegría responde al «para qué» de las cosas, de las relaciones, las situaciones que vivimos y, en última instancia de la vida misma. La auténtica alegría conectada es lo más cercano a la felicidad a la que todos los seres humanos aspiramos: el estado de plenitud en el que se manifiesta que nada falta en un momento determinado. Que todo es perfecto.
Por ello, la alegría rige el espíritu y atisba la finalidad de todo lo que existe y sucede.
En «Ajuste de cuentos» (sí, de cuentos, no de cuentas), memorias autobiográficas de Mario Muchnik, viejo editor, agitador cultural, cinéfilo, viajero y buen vividor, habla de «cruzar la línea de sombra y alcanzar el sosiego, riendo». El periodista y escritor Juan Cruz, en una profunda y jugosa entrevista explica: «Esas razones para seguir riendo se resumen en un nombre propio, su mujer, Nicole, y en un sentimiento, el amor. ‘Ella y yo somos uno, por eso rio'»». Y le atribuye una frase prestada de Hemingway: «Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana«.
Tal vez a una cierta edad sea más fácil alcanzar la plenitud de la alegría sosegada, porque se ha dejado de perseguir metas, se ha reconocido la propia sombra –cuando se ve no es tan monstruosa ni peligrosa-, y se puede agradecer cada día que amanece y cada hora vivida, como un regalo de la vida. Como cantaba Camarón en la «Soleá de los cañavarales«: «Nadie hable mal del día hasta que la noche llegue; yo he visto mañanas tristes tener las tardes alegres; los pájaros eran clarines entre los cañaverales, que le dan los buenos días al divino sol que sale. Qué cosita más sensible: yo iba a pelear con la muerte y alcanzarla es imposible«.
Y así como el miedo sirve para establecer límites, la tristeza encuentra opciones, la rabia vitaliza y sanea lo insano, el orgullo descubre y transforma, y el amor motiva y une, la alegría revela abriendo caminos, eleva irradiando y nos renueva haciéndonos fluir y disfrutar, pues encontramos la certeza absoluta.
Para ello es necesario la ecuanimidad de aceptar dolores y contratiempos sin estancarse en ellos. Kiko Veneno nos lo recuerda en una de sus canciones más populares: «Volando voy, volando vengo, por el camino yo me entretengo, ‘enamorao de la vida, aunque a veces duela…«.
Y si hay cinco sentidos básicos que hemos ido asociando a cada una de las emociones (el tacto al miedo, el oído a la tristeza, el olfato a la rabia, el gusto al orgullo y la vista al amor), parecería que nos faltara el «sexto sentido» para la alegría. Pero no; ese sexto sentido no es ni más ni menos que el sexo. El sexo entendido, no exclusivamente como los órganos sexuales y el placer genital, sino como el sentido que conecta nuestro mundo interno con el mundo externo y que es vitalizado por el color amarillo y el olor a rosas. Podríamos hablar del erotismo de cada una de nuestras células.
En el reciente encuentro del ciclo «El hombre emocionado«, cuyo hilo conductor era el amor, fue muy ilustrativo el que la mayoría de los hombres se centrasen en el amor de pareja, mientras que solo dos se enfocaban en el amor transpersonal, universal y trascendente. Después de un profundo intercambio de vivencias, recuerdos, frustraciones y aspiraciones, pudimos sentir un amor presente que tenía muchas manifestaciones posibles. Solo era necesario descorrer el velo que nos impedía verlo y sentirlo, en momentos de intensidad emocional, cuando nuestro dolor o nuestra necesidad nos impedía abrirnos a la escucha profunda. Nos costó un tiempo pasar a la alegría serena; inmersos en las cicatrices de la memoria, habíamos perdido momentáneamente la frescura de la que habla el maestro vietnamita Tich Nhat Hanh: «Para ser felices necesitamos una cierta cantidad de frescura. Nuestra frescura puede hacer felices a los demás. Somos verdaderas flores en el jardín de la humanidad.»
En esos momentos me vinieron a la memoria las imágenes, la música y la letra de uno de los primeros espectáculos del Circo del Sol (Cirque du Soleil), Alegría, que desde 1994 hasta el 2013, tuvo 5.000 representaciones de las que hemos sido testigos más de diez millones de espectadores. Los cincuenta artistas –contorsionistas, payasos, músicos, equilibristas, trapecistas, bailarinas…- fluían en un continuo movimiento en el que cada uno es protagonista y, al mismo tiempo, telón de fondo. Con sus personajes raros como la vida misma, sus saltos ingrávidos como átomos en giro constante siguiendo su propia órbita a su ajustado ritmo, y el juego de luces y colores, lograban siempre crear instantes de hermosa plenitud absolutamente mágica; como recordando que esa plenitud de la alegría es nuestro estado natural.
Y esa alegría no ha de ser alimentada, forzosamente y siempre, por estímulos positivos externos, sino por los ojos del corazón cuando, como dice la canción, rugen de amor y, por ello, pueden ver belleza en cada instante y en cada circunstancia, con pasión y ecuanimidad, pero sobre todo con AGRADECIMIENTO.
Escritor, terapeuta gestáltico y consultor transpersonal