La muerte, esa fiel compañera.

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Hoy día, la muerte de cualquier conocido hace surgir una mezcla de rebeldía (porque la técnica no ha logrado hacernos inmortales), miedo (¿cuándo me tocará a mí?) y perplejidad (¿qué se puede decir a los familiares más allá de la fórmula de cortesía «te acompaño en el sentimiento»?). Evitamos nombrarla directamente y nos inventamos eufemismos como «la parca», «la pelona», «la de la guadaña», a pesar de ser el único hecho incuestionable de la vida. La ventaja: nunca se adelantará ni se atrasará ni un sólo segundo sobre nuestro destino.

Hace sólo cuatro siglos, El código del samurái, un manual japonés para jóvenes guerreros, iniciaba así sus consejos: «Un samurái debe ante todo tener constantemente en mente, día y noche el hecho de que un día ha de morir. Esa es su principal tarea, pues la existencia es tan impermanente como el rocío del atardecer y la escarcha de la mañana».

No es sorprendente que los faraones mandasen construir las pirámides. En ellas pensaban morar eternamente rodeados de seguridad, lujo y todas sus posesiones. Pero sí es curioso que gobernantes que profesaban un ateísmo militante momificasen a Lenin y a Mao y les construyesen panteones gigantescos, ante los que desfilaron durante años millones de personas. Tal vez pretendían reinventar la inmortalidad a través de la memoria arquitectónica, al igual que lo intenta la ciencia con sus células clónicas o la crionización de cadáveres en hidrógeno líquido, a 96 grados bajo cero.

Con independencia de la creencia o no en otra vida, personas que llevan años trabajando con enfermos terminales, como Elisabeth Kübler Ross, y expertos en experiencias cercanas a la muerte, como Stephan Levin o Raymond Moody, afirman que la muerte puede dejar de ser algo terrible y convertirse en un «luminoso amanecer», en un hecho esencialmente transformador.

En algunos países se extienden por ello los cursos de preparación para la muerte.

Si contemplamos la naturaleza, caen las hojas en otoño y se convierten durante el invierno en el fértil humus que habrá de alimentar las flores de primavera; se transforman éstas en los abundantes frutos del verano, cuyas semillas enterradas vuelven una y otra vez a recomenzar todo el ciclo. Que la vida se alimenta de muerte y la muerte de vida es fácil de comprender. Mucho más fácil de sentir, cuando se cultiva un huerto o un jardín, como lo han sentido desde siempre los labradores de forma natural. Es totalmente obvio cuando observamos la cadena biológica, desde los microorga¬nismos hasta los mamíferos, y comprobamos la dependencia que tienen unas especies de otras para sobrevivir.

Cada vez que inspiramos, tenemos que volver a exhalar. Vaciar para llenar, espirar para inhalar, soltar sin retener. La simple respiración es un buen ejemplo del cambio continuo, de la transitoriedad de todo fenómeno. Cada espiración son como pequeñas muertes que nos recuerdan a cada instante la Gran Muerte. Al igual que la caída de los pelos o de las muelas, la renovación de las células de nuestra piel; la pérdida de un objeto o de un ser querido… recordatorios de nuestra propia impermanencia.

Grandes civilizaciones se eclipsaron para dar paso a las siguientes; los sistemas y las ideologías políticas mueren continuamente y surgen sin cesar otras nuevas. La Historia está llena de dinastías y reinos que desmoronaron legándonos huellas que el tiempo acaba por borrar.

Vivimos rodeados de muertes ajenas, que sólo suelen afectarnos cuando la desaparición física corresponde a una persona cercana. En los demás casos se convierten en sucesos o en grandes cifras que nos son difíciles de asumir e integrar. Su repetición y su propia magnitud hacen que sólo entren en nuestra conciencia como meros bits informativos. Esas muertes no las vivimos como la de seres individuales que desaparecen, como tampoco las muertes por hambre de los 16.000 niños menores de cinco años que mueren de hambre cada día en pleno siglo XXI. Sencillamente indigerible. Y es que la conciencia transpersonal, la conciencia de que somos partes de un gran cuerpo colectivo que se llama Humanidad, todavía no nos ha calado corporalmente. Tal vez nuestro cuerpo individual no está todavía preparado para asumir el dolor y el choque físico que esta toma de conciencia podrían producir.

Cuanto más queremos olvidar el hecho de nuestra propia muerte, más nos rodea por todas partes la muerte ajena. Como si Ella quisiera recordarnos que no se separa de nosotros ni un instante, hasta el momento en que nos lleva cuando nos llega la hora. No sirve de nada rodear los cementerios de altas tapias, alejarlos de la ciudad, recluir a los moribundos en asépticos hospitales y a los ancianos en residencias para la tercera edad. Adornar los crematorios con cafeterías… Si insistimos en olvidarla, ahí están nuestras propias enfermedades y pequeños accidentes, nuestros abatimientos y depresiones como pequeñas muertes psicológicas para que no la olvidemos.

Esa entrañable compañera nos ayuda, cuando la tenemos presente cada día, a ver y a vivir las cosas de otro modo. Pierden entonces importancia conflictos y congojas; tomamos distancia de rencillas y afanes. Se intensifica el olor de una rosa, el sabor de un tomate, la belleza de un amanecer, la sensación de una caricia, la pasión de un amor… Para que la tengamos siempre presente, nos proporciona numerosas oportunidades de recordarla: la despedida de un amigo, el final de un viaje o de un libro, el término de un amor, la partida de «las oscuras golondrinas» en otoño, cada puesta de sol al atardecer… Y lo hace dándonos la posibilidad del éxtasis en cada ocasión, pues puede haber tanto placer en llegar como en partir, en el alba como en el anochecer, en iniciar la tarea como en terminarla, en despertarse cada mañana como en dormirse al final de una jornada completa.

Este es el sentido de una iniciativa recién puesta en marcha en España: «Celébrame. Homenajes a la vida» ofrece toda una filosofía armoniosa y festiva para despedirse de los seres queridos, incluyendo toda la logística para ponerla en práctica, según los deseos de cada persona. Una idea poderosa cuyo tiempo tenía que llegar y ya ha llegado. ().

Vivir la vida intensamente, llenando cada instante de su propio destino, nos ayuda a preocuparnos más del aquí y ahora y menos del allí y entonces, pues ¿qué le importa a la crisálida el color que tendrán las alas de la mariposa que salga del capullo de seda que le cobijó durante unos días?

Escritor, terapeuta gestáltico y consultor transpersonal

Alfonso Colodrón

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5,8 minutos de lecturaActualizado: 27/06/2024Publicado: 31/05/2013Categorías: Desarrollo PersonalEtiquetas: ,

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