¿Se puede ser profesor de yoga?

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El yoga que conocemos se transmite de maestro en maestro, de alumno que pasa a ser un nuevo transmisor, repartidor de conocimiento que le hace ser llamado maestro o profesor al nuevo alumno recién llegado que escucha por primera vez algo y se estira con la cabeza llena de preguntas que quizá nunca antes se había hecho.

El yoga que vivimos viene desde el ser que somos, como una expresión necesaria e ineludible de nuestra verdadera naturaleza a través de nuestros cuerpos menos sutiles. Tenemos una vida (o por lo menos solamente una en este plano y esta vez) por ello vivir el yoga lo empapa todo. No podemos salirnos de esta vida un ratito y volver; no somos otra persona cuando nos levantamos del zafu, enrollamos la esterilla, o abandonamos el idílico lugar que hemos elegido para la meditación diaria.

¿Se puede enseñar el gusto por el vuelo interno?

¿Se puede compartir la satisfacción de ver situaciones antiguas con herramientas nuevas?

¿La sonrisa cómplice que se nos dibuja cuando nos damos cuenta que estamos siendo capaces de actuar como nos hubiera gustado tantas veces ante un repetitivo escenario, que esta vez hasta nos hace gracia?

Oímos repetidamente lo de el gramo de práctica contra la tonelada de teoría. Somos conscientes solo a medias de que practicamos todo el día. Todos sabemos que la familia es la profesora más exigente, que la pareja es nuestro compromiso de evolución más claro y recurrente, que atrevernos a enseñar es subir al escenario y elegir ser el maestro que hay que eliminar en cada evolución espiritual, el que convierte en adolescentes rebeldes, no importa su edad, a todos los que le contemplan desde su plástico acolchado de colores.

Enseñar es enseñarse, mostrarse. Solamente un ego más grande que nuestra sala de yoga, y a veces que nuestro teatro o centro de convenciones, puede hacernos creer a los profesores de yoga que lo que compartimos es nuestro.

¿Pertenece el sol, el agua, la tierra a la tímida planta que brota, o a la flor de color intenso que nos regala y deleita con su aroma y su tonalidad imposible?

200 horas son apenas 8 días y medio de nuestra vida, 25 días de sueño reparador. 300 horas son un 50% más, hagan ustedes los cálculos. ¿Destinar estos escasos momentos de nuestros 83 años de vida prevista (30.295 días, 727.080 horas) puede cambiarnos, pueden ser algo significativo en nuestro periplo vital, en nuestro paso actual sobre la Tierra?

Una sola palabra puede cambiar una vida.

Una sola mirada nos transforma para siempre.

Una sola emoción siembra una semilla, o despierta una dormida, cuyos frutos pueden crecer y acoger innumerables seres, situaciones y multiplicarse ab infinitum.

Somos solo ramas. A los profesores nos gusta reconocer el linaje de maestros que nos han traído hasta aquí, tallitos, hojas que a veces caen, algunas regularmente.

Alguien, ¿Shiva? inoculó la epidemia del yoga en el planeta Tierra. Patanjali escribió la receta para manejar la enfermedad. Vishnudevananda empezó a ilustrar a una gente contorsionándose para poder estar luego más rato quietos. Buceando en un mundo interior que parece pertenecerles a ellos solos. Sólo los que compartimos sus enseñanzas y practicamos el silencio como maestro podemos intuir, atisbar, sonreír de manera complice al reconocer esa sensación en otra personas.

Por eso enseño yoga.

Para eso me atrevo a desnudar mi ignorancia en público. Solamente sin velos me siento en paz, solamente ingenuo y humilde oso aprender de los que cada día quieren compartir conmigo este camino hacia una felicidad más elevada que empieza en este momento.

 

Antonio Bolívar

Asociación merkhaba de profesores de yoga

merkhaba.com

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3,2 minutos de lecturaActualizado: 02/01/2019Publicado: 18/12/2018Categorías: Estilo de VidaEtiquetas: