Un principio fundamental de la ética es no hacer a los otros lo que no se quiere que le hagan a uno, pero es igual de importante saber que lo que hacemos a los demás nos lo estamos haciendo a nosotros mismos. El ser humano se construye con cada uno de sus actos, afecten estos de forma evidente o no a sus intereses personales. Los principios éticos no solo protegen los derechos del otro sino que marcan las líneas rojas que podrían poner en peligro cualquier proyecto personal, al menos si como parte del mismo se incluye la felicidad.
Más aun, recientes estudios genéticos apuntan a que la felicidad derivada de la persecución del bien común incrementa la respuesta inmunológica, frente a la felicidad hedonista, que tendría para el cuerpo consecuencias negativas, muy similares a las del estrés.
Lichtenberg distingue cuatro principios de la moral:
1) El filosófico: haz el bien por el bien mismo, por respeto a la ley.
2) El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
3) El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
4) El político: hazlo porque lo quiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti.
La ética humanista pone al ser humano y su razón como juez a la hora de dictaminar lo que está bien o está mal, no necesita de autoridad externa y se basa en el principio de que lo «bueno» es aquello que resulta bueno para la vida de las personas.
Hoy en día hemos perdido los valores que sustentan nuestro bienestar. El «crecimiento» ha sustituido el buen vivir, hasta el punto de que somos invitados al festejo cuando el crecimiento económico se produce, independientemente de las consecuencias vitales que este tiene para la mayor parte de la población. La felicidad y el bien común deben ser cuantificados para saber si una sociedad realmente progresa.
Nuestras vidas individuales tampoco pueden estar basadas en la seguridad o prosperidad económica; nuestro objetivo debería ser más ambicioso. El principio humano y político se basa en que el cumplimiento de los deberes hacia el otro redunda en el bienestar personal.
El amor propio, la autoestima, tiene pues su correlato político; vivimos unos tiempos en los que el crecimiento personal no puede seguir siendo perseguido de forma individual. Nunca pudo serlo, pero ahora se hace más evidente, por ello un compromiso político o una actividad que ayude a la comunidad se vuelven centrales a nivel psicológico. De lo contrario seremos víctimas de la epidemia de depresión que recorre Europa, que no es ni más ni menos que la resignación a la impotencia.
Nuestras comunes miserias nos hacen humanos pues nos vuelven imprescindibles en la vida de los otros; nos necesitamos porque por nosotros mismos somos insuficientes y de esta deficiencia nace nuestra necesidad de amar y ser amados, y convierte su satisfacción en el único modo de alcanzar la felicidad.
Tomás Moro en su obra Utopía nos dice: «(…) hay que glorificar, con el título de humanidad, el hecho de que el hombre es para el hombre salvación y consuelo, puesto que es esencialmente humano – y ninguna virtud es tan propia del hombre como esta – suavizar lo más posible las penas de los otros, hacer desaparecer la tristeza, devolver la alegría de vivir, es decir: el placer»
Ya desde la antigua Grecia los filósofos distinguían entre dos formas básicas de felicidad o bienestar: el hedonismo, que representa el placer personal, y el eudemonismo, una forma de felicidad derivada de la virtud y el comportamiento ético, asociado con llevar una vida plena y con sentido. Pues bien, parece ser que nuestras células también son sensibles a esta diferencia. Según un estudio encabezado por Barbara L. Fredrickson (A functional genomic perspective on human well-being), profesora de psicología de la Universidad de Carolina del Norte, el cuerpo puede reconocer los distintos tipos de felicidad que experimenta y verse afectado de manera distinta con cada uno de ellos.
De acuerdo a la investigación, la sensación de bienestar derivada de «un propósito noble» y un «sentimiento de conexión» con el mundo y la gente, puede tener efectos beneficiosos para las células. En cambio la «simple autosatisfacción», pese a proporcionar una percepción de felicidad muy similar, puede tener efectos negativos. El bienestar eudaimónico se asociaba con bajos niveles de inflamación y aumento en la expresión de genes vinculados a respuestas antivirales. Por el contrario, el bienestar hedonista aumentaba la expresión de genes que activan la inflamación y disminuían las respuestas antivirales, algo muy similar a lo que se observa en los casos de estrés crónico.
La conclusión es que nuestros genes parecen ser más sensibles a la calidad de nuestra felicidad que nuestro pensamiento consciente, y que por lo tanto potenciar nuestro lado generoso y disfrutar de la persecución de un propósito noble, no solo nos hace más felices sino que nos mantiene sanos.
No debemos conformarnos con la mera adaptación a nuestras circunstancias ni educar a nuestros hijos para el mundo en el que vivimos; debemos implicarnos en la creación de un mundo mejor y educar a nuestros hijos para el mismo, un mundo en el que el cuidado al otro forma parte del cuidado personal. Nuestra especie ha creado un gran proyecto ético que tiene la ambición de dignificar la vida; es una aventura incierta y llena de obstáculos pero también maravillosa.
Antes de nada uno debe conocerse a sí mismo y saber cuidarse para poder atender a las necesidades de los demás, así como sentirse a gusto en la propia piel es la condición necesaria para saber relacionarse de manera constructiva. Por ello psicología y política, crecimiento individual y bienestar social, van de la mano. Cuando uno hace psicoterapia todo su entorno se ve beneficiado.
Susana Espeleta
Psicóloga Colegiada
Psicoterapeuta Individual y de Grupo
S_espeleta@yahoo.es