Como, luego existo. Me emociono, soy humano.

“El alimento insufla vida. La vida engendra sentimientos”. Sandi Krstinic (“Comida para las emociones. Neuroalimentación para que el cerebro se sienta bien” , Ed. Desclée de Brouwer).

Hace más de trescientos años, Descartes formuló su famoso “pienso, luego existo”. Inauguraba con muchos años de adelanto el todopoderoso imperio de la Razón y la separación entre el ser humano y la naturaleza: “res cogitans” frente a “res extensa”, lo pensante frente a todo lo demás.

Voy a arrimar el ascua a mi sardina: tal vez se debiera a haberse quedado huérfano de madre al año de nacer; internado a los 11 con los jesuitas, siete años después ya era un “cerebrín” en matemáticas, filosofía, física, latín, griego… A los 18 se licencia en Derecho. Mente brillante, origen del insulto “cartesiano”, que se atribuye a personas rígidas y cuadriculadas, ya que su nombre en latín era Renatus Cartesius. Pocos conocen que también formuló: “Si no se come, no se piensa”. Fue prácticamente vegetariano, aunque durante sus largas estancias en Holanda y en Suecia añoraba el dulce del melón. Tal vez ello le hubiera endulzado la vida, pues era colérico, orgulloso, de frágil salud y susceptible a las críticas: esto, a pesar de tomar mucha leche y bastante queso, alimentos que calman a este tipo de personas.

Si no comemos, no existimos y punto. Y si no nos emocionamos, somos seres-máquinas inhibidos, reprimidos e incomunicados. Lo muestran con mucho humor y profundo ingenio las jóvenes actrices y actores de la compañía Dara, en su exitosa obra “iMe” (actualmente en los Teatros Luchana de Madrid): un sorprendente y agudo montaje sobre la falsa comunicación que propician las nuevas tecnologías; una honda reflexión sobre los mecanismos de dominación y la toma del poder. ¡Imprescindible!

Desde el principio, lo que estamos cuestionando es quiénes somos en realidad. Cuál es nuestra verdadera identidad y con qué concepciones parciales nos identificamos. También se ha afirmado que “somos lo que comemos” o “de lo que se come se cría”. Sobre todo en esta última década, pues la gastronomía, las dietas y la crítica a la comida basura ocupan gran espacio en libros y revistas, programas de radio y televisión, y talleres de cocina y nutrición sana.

Pero las cosas son más complicadas; somos microcosmos de células y bacterias, que nos relacionamos con otros microcosmos, pero que formamos muchos “yoes”. Cada uno con su idiosincrasia, temperamento y carácter. Y aquí empiezan nuevas identificaciones de personalidad, desde que Hipócrates, considerado el padre de la Medicina, clasificase a los humanos en cuatro grupos: sanguíneo, melancólico, colérico y flemático. La psicología se ha ido sofisticando desde entonces hasta ofrecer múltiples mapas de personalidad: el junguiano combina introversión y extroversión con pensamiento, sentimiento e intuición; el de Adler, clasificaba según el complejo de superioridad o inferioridad en dominantes, eruditos, evitativos y socialmente útiles, mientras que el eneagrama se basa en las nueve pasiones y virtudes principales…

Hay pocos libros, talleres y formaciones que relacionen la nutrición con el carácter, los sentimientos y las emociones. La mayor parte de lo que se escribe, se debate y se practica se centra en la salud física, el adelgazamiento, el mantenimiento de la línea o la estética. Aunque también proliferan los fieles de dietas tradicionales (ayurvédica, macrobiótica, yóguica…) o novedosas (crudívoras, protéicas, ovolacteovegetarianas, ecológicas…). Y poco énfasis se pone en la sensatez de la variedad, la necesidad de diferenciar según las edades, las estaciones del año, la constitución y el carácter de cada persona, el trabajo que realiza…

Y al igual que pensamos como respiramos, filosofamos como comemos. De ahí nuestra visión del mundo y el modo de relacionarnos con él. En “La cocina del pensamiento. Una invitación a compartir fogones y mesa con filósofos” (RBA Libros), el escritor y profesor de filosofía Josep Muñoz Redón elabora un original y brillante recorrido por la filosofía y la dieta de Sócrates, Pitágoras, Descartes, Voltaire y Sartre, relacionando su filosofía, su carácter y lo que comían.

De vez en cuando, aparecen otras visiones como “Gastronomía para aprender a ser feliz” (Editorial Desclée de Brouwer), del psicólogo Antonio Rodríguez, especializado en educación emocional; su obra se centra en pedagogía socio-afectiva y sus correspondientes recetas. Llegados a este punto, es necesario poner atención en lo que sale –defecación y su frecuencia- y no solo en lo que entra y en qué cantidades. Igualmente en compañía de quién se come, a qué velocidad, con qué horarios… Esto sería comer con plena conciencia, respirando y degustando, paladeando y salivando, que ya es en sí una pre-digestión. Pionero de la enseñanza y práctica del comer integral sería el “Centro para Comer con Plena conciencia” (Center for Mindful Eating) de la Universidad de Indiana, en EEUU.

Las últimas investigaciones de biólogos, médicos, psicólogos y especialistas en la conciencia han demostrado que todo influye sobre todo: el ADN es influido por el medio en que se desarrolla, los neurotransmisores generan emociones y, a su vez, son generados por ellas, disparadas por las experiencias que vivimos y cómo las vivimos. Nuestras emociones, incluso las no expresadas, influyen sobre nuestro entorno cercano. El estado emocional de todo un país afecta a cada uno de sus ciudadanos… Como seres humanos no solo nos alimentamos de comida. Lo que leemos, vemos, escuchamos nutre o envenena nuestra mente, corazón y espíritu. Hay “amistades”, programas de televisión o anuncios tan tóxicos como los peores aditivos de la comida procesada. Y las emociones pueden ser funcionales o disfuncionales, según estén o no conectadas a la causa que las provoca y la intensidad de su expresión para cumplir su objetivo.

Y volviendo a los alimentos; en todas las culturas ha habido siempre uno o varios alimentos sagrados: el vino y el cereal lo han sido en la cultura mediterránea; el arroz en la tradición oriental; el maíz en las culturas precolombinas y el mijo en gran parte de los países africanos. Siempre ha habido una cierta mística detrás del acto de comer. Cuando masticamos empezamos a convertir algo ajeno en nuestra propia sustancia. Lo mismo que incorporamos a la sangre el oxígeno que respiramos. ¿Qué mayor comunión con toda la vida que tomar conciencia de lo que ingerimos para nutrirnos? Si estamos atentos, toda comida es un acto sagrado laico; da igual que estemos solos o en compañía, que haya escasez o abundancia.

Comer es una forma de tomar conciencia de existir. Algo que debemos hacer cada día puede ser una rutina intrascendente o una ocasión de tomar conciencia de sí, una meditación compartida, incluso conversando en familia o con amig@s. Basta con poner atención no solo en la conversación, sino fundamentalmente en los aromas, colores, texturas, sabores de lo que vamos ingiriendo.

En cuanto a la elección del régimen alimentario, las pautas de sentido común aconsejan:
1. Atender la sabiduría e intuición del propio cuerpo en cuanto al qué, al cuánto y cuándo. Si se puede, prestar atención a con quién se come; que no nos amargue la comida.
2. Tomar alimentos variados y abrirse a experimentar.
3. Abandonar lo que no nos sienta bien, así como prejuicios, culpas y miedo.
4. No apegarse a ningún régimen ni dieta-milagro, porque no existen; informarse, leer y eventualmente consultar a algún nutricionista.
5. Disfrutar sin abusar. Cualquier cosa sienta mal, cuando se piensa que va a sentar mal; “más vale pan con amor, que gallina con dolor”.

Y todo esto se educa desde pequeños. La pedagogía alimentaria huye de los extremos. La “abundancia” de la sociedad de consumo ha propiciado madres y padres consentidores y niñ@s malcriad@s y tiranos. Mientras una gran parte de la población mundial, sobre todo infantil, está desnutrida. Por desgracia, vuelve a ser actual la frase del gran León Tolstói, que influyó en el pensamiento de Gandhi y dio ejemplo de vida renunciado a todas sus propiedades: “Antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si por ventura no se está muriendo de hambre”. Agradezcamos cada día los alimentos que podemos comer.

Alfonso Colodrón
Terapeuta Transpersonal y Gestalt
www.alfonsocolodron.com