«Mi cuerpo se inmovilizó completamente, como si hubiese echado raíces; el aliento salió de mis pulmones como si un pesado imán me lo extrajese.
El alma y el cuerpo cortaron inmediatamente sus ligaduras físicas y fluyeron a través de mi cuerpo cual torrente de luz que emergía por cada uno de mis poros. Mi carne estaba como muerta y, sin embargo, en mi intensa lucidez me di cuenta de que nunca antes había estado tan vivo como en aquel instante. Mi sentido de identidad no estaba ya confinado únicamente a un cuerpo, sino que abarcaba todos los átomos circundantes. La gente de las distantes calles parecía moverse sobre mi propia y distante periferia. Las raíces de las plantas y de los árboles surgían bajo una tenue transparencia del suelo, y podía darme cuenta de la circulación interior de sus savias.
Toda la vecindad aparecía desnuda ante mí. Mi visión se había transformado en una vasta y esférica mirada, omniperceptiva. A través de mi cabeza y por la nuca veía a los hombres caminar más allá de la calzada.
Todos los objetos dentro del campo de mi visión temblaban y vibraban como si fueran películas de cine. Mi cuerpo, el de mi Maestro, el patio con sus pilares, los muebles, el piso, los árboles, la luz del sol, se disolvían en un mar de luz, así como los cristales de azúcar en un vaso de agua se diluyen al ser agitados. Esta unificadora luz se alternaba ante mi visión interna con materializaciones de forma, metamorfosis que revelaban la operación de la ley de causa -y-efecto en la creación.
Un mar de gozo irrumpió en las riberas sin fin de mi alma. Comprendí entonces que el Espíritu de Dios es Dicha inagotable. Su cuerpo es un tejido de luz sin fin. Un sentimiento de gloria creciente brotaba de mí y comenzaba a envolver pueblos y continentes, la Tierra entera, sistemas solares y estelares, las tenues nebulosas y los flotantes universos. Todo el cosmos, saturado de luz como una cuidad vista a lo lejos en la noche, fulgía en la infinitud de mi ser. Los precisos contornos globales de sus masas se esfumaban algo en los extremos más lejanos, en donde podía ver la suave radiación nunca disminuida. Era indescriptiblemente sutil, mientras que las figuras de los planetas parecían formadas de una luz más densa.
La divina dispersión de rayos luminosos provenía de una Fuente Eterna, resplandeciendo en galaxias, transfiguradas en inefables auras. Una y otra vez vi rayos creadores condensarse en constelaciones y luego disolverse en hojas de transparentes llamas. Por medio de una rítmica reversión, sextillones de mundos se transformaron en diáfano brillo; y el fuego se convertía en firmamento.
Reconocí el centro del empíreo como un punto de percepción intuitiva en mi corazón. El esplendor irradiaba desde mi núcleo íntimo hacia cada parte de la estructura universal. El feliz amrita, el néctar de la inmortalidad, corría a través de mí con fluidez argéntica.
Escuché resonar la creativa voz de Dios como Om, la vibración del Motor Cósmico.
De pronto, el aliento volvió a mis pulmones. Con desilusión casi insufrible, me di cuenta de que mi infinita inmensidad se había perdido. Una vez más estuve confinado a la humillante limitación de una caja corporal, no tan cómoda para el espíritu. Como hijo pródigo, había huido de mi hogar macrocósmico, encarcelándome a mí mismo en estrecho microcosmos.
Mi gurú seguía inmóvil delante de mí, y mi primer intento fue arrojarme a sus santos pies en acto de gratitud por aquella experiencia en la conciencia cósmica, que tan larga y apasionadamente había buscado. Pero él me detuvo de pie y dijo calladamente:
“No debes embriagarte con el éxtasis. Mucho trabajo hay para ti en el mundo todavía. Ven, vamos a barrer el piso del balcón; luego caminaremos por el Ganges”».
Paramahansa Yogananda