Despertar en el Aquí y Ahora
“Estamos juntos. Tenemos la oportunidad de vernos. Pero si no estamos totalmente presentes, todo será como un sueño”.
Tich Nhat Hanh
La primera vez que oí hablar de meditación fue ascendiendo el Anapurna en los Himalayas de Nepal. Curiosamente, no provenía de ningún monje budista ni del sherpa que me acompañaba. Un mochilero español que encontré casualmente en uno de los albergues del Valle del Lantang acababa de aterrizar, recién llegado de San Sebastián, y también de un largo retiro de meditación Vipassana.
En aquella época, noviembre de 1980, yo era más bien agnóstico y todo esto me sonaba a entretenimientos pequeñoburgueses de gente que se miraba el ombligo. Sin embargo, me atrajo la calma, ecuanimidad y sentido de la discriminación que emanaba aquel joven viajero. Una semana después, otra joven estadounidense, de ojos brillantes y silencios profundos, volvió a pronunciar “Vipassana”; hacía una semana que había hecho un retiro de meditación, y me explicó lo inexplicable: diez días de “meditar” desde las 4 a.m. hasta las 9 p.m. observando su respiración y las sensaciones en su cuerpo. Yo seguía alucinando, pero acumulé información y, como todo trotamundos que se precie, apunté la dirección del lugar: Igat Puri, en el Estado de Maharashtra, India; el Maestro de los lugares, Goenka.
Personalmente, iba a finalizar un viaje alrededor del mundo de cinco años con los tres meses que me concedía el visado en la India. El recorrido del tren que me conduciría a Bombay, para visitar a una tía misionera y médico, a quien no conocía, duraba tres días. A las 48 horas, medio dormido y con los huesos molidos, mientras tomaba un “chá”, vi por la ventanilla un gran cartel: Igat Puri. Mi corazón dio un vuelco. ¿Era una señal o una conspiración? Entre las miles de estaciones ferroviarias de la India, con más de 64,000 kilómetros de vías, justo allí debía pasar. A punto estuve de saltar del tren entre la emoción y el impulso, pero eran vísperas de Navidad, y las monjas me esperaban con alojamiento reservado.
Al cabo de una semana, ya en el colegio de las hermanas, picado por la curiosidad, le pregunto a mi tía si ha oído hablar de ese método de meditación y del tal Goenka. Con toda naturalidad me responde: “Claro que sí, la mayoría de las compañeras de mi comunidad han practicado Vipassana y también varios sacerdotes jesuitas que son nuestros capellanes y nos dan los ‘Ejercicios espirituales’ anualmente”. Yo, con los ojos como platos, sin poder creer lo que oía. “Lo que está de Dios, está de Dios”, se decía en mi infancia. Así que, acostumbrado a experimentar, me lanzo a la piscina y le pido que pregunte si hay posibilidad de inscribirme. Coincidencia o sincronía, a tres semanas de regresar a España, comenzaba un retiro en dos días, y quedaban tres plazas. Inscribirme a ciegas cambió mi vida.
Durante los primeros cuatro días, en medio de 300 personas, la mayoría nativas, sentadas en el suelo, me concentraba en el dolor de espalda, caderas, rodillas, cuello, hombros… Me quejaba continuamente al Maestro Goenka de que, como occidental, sufría más que ellos. Había niños, adolescentes, adultos y familias enteras, todo un espectáculo si no fuera por los dolores y las tensiones. Las preguntas constantes: “¿para qué me metí aquí?”, “¿para qué sirve todo esto?”.
Milagro de los milagros: al quinto día, ciertos estados de calma, de paz, de lucidez… Otra dimensión del tiempo. Una gran compasión por el sufrimiento ajeno.
Flash de lucidez sobre mi vida, sobre la existencia, sobre el universo en general. ¿Sería esto un acercamiento a la iluminació? Y de repente, más dudas, más dolor, más sufrimiento. Al octavo día… “anicca, anicca”, impermanencia de todo, tanto de las sensaciones como de los pensamientos; “uppekka”, ecuanimidad y serenidad.
En los dos últimos días, un cambio radical: mientras al principio contaba los minutos para que sonara el gong al final de cada sesión, ya solo quería estar en la sala, en el ashram, inundado de “metta” o amor universal y compasivo, por quienes me rodeaban, por los pájaros, los árboles, el mundo, por mí mismo…
Durante los años siguientes, fui vegetariano, me levanté a las 4 a.m. para seguir la rutina de práctica y realicé retiros anuales de diez días con los ojos cerrados. Luego quise incorporar el Zen, en sus modalidades de Soto Zen –respiración abdominal, ojos abiertos, espalda recta– y Rinzai –resolución de koans hasta que se rompe la lógica de la mente. Sin embargo, en mi interior sabía que me alejaba de la gente, considerándome superior; intentaba no sufrir emocionalmente y, sobre todo, aparcaba temas esenciales como la sexualidad, pareja, hijos y acción solidaria.
Decidí empezar de nuevo: descendí de las altas cumbres, volví al mercado y abrí los ojos. Me formé en terapia Gestalt, me puse en terapia para resolver asuntos pendientes, abordé la depresión y me comprometí con una pareja y dos hijas. Luego encontré otras guías como Tich Nhat Hanh quien, con su ejemplo de caminar lentamente, mirando árboles y aspirando el perfume de las flores, me devolvió la memoria de una vida vivida en soledad, en el campo, bajo un olivo. No todo eran ilusiones. Solo faltaba encarnar lo cotidiano, lo sencillo, cada gesto, cada pisada, cada mirada y cada sonrisa de lo que siempre estuvo y siempre estará.
Devuelve al Aquí y Ahora de cada inspiración y de cada espiración, en relación con nuestro entorno, personas, naturaleza viva. Y en ese Aquí del cuerpo y en ese Ahora de la respiración, al mirarnos, cobramos consciencia de que no somos, sino que inter-somos. No somos islas y no tenemos identidad separada. Tuve también la oportunidad de traducir varios libros, entre los que puedo recomendar para principiantes “El florecer del loto, ejercicios de meditación para la transformación interior” (Editorial Edaf).
Pero lo que escribo ya no es meditar, sino reflexionar. Muchas personas al iniciar el camino de la meditación creen estar meditando. En realidad, están siguiendo una técnica para llegar a un estado de vacío lleno de contenido. Como uno de los protagonistas del libro de Fina Sanz “Hombres con corazón. Hablando en la segunda mitad de la vida”, afirma: “¿Cómo enfoco qué es la búsqueda de la verdad? Cada vez me doy más cuenta de que eso sale del vacío… sin estar en análisis mental… Estar en el aquí y ahora no es un tema banal, sino curativo”.
No es casual que “medicina” y “meditar” tengan la misma raíz: “med”, medir, “mederi”, cuidar, “meditari”, reflexionar.
Hoy se habla mucho de mindfulness. Pero en realidad, la “atención plena” es la base de cualquier técnica meditativa, algo que existe desde hace milenios. Esa atención solo en momentos de tranquilidad, sentados con los ojos cerrados, sirve de poco si no la enraizamos en la vida diaria, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
Dejemos de perder la vida que se escapa a borbotones. Si introdujéramos esta atención plena en los colegios, en la política, empresas y relaciones familiares, el mundo cambiaría radicalmente. Sí, es una utopía, pero comenzando cada uno desde donde está. Abre los ojos, deja la compulsión a hacer, temer y planificar. Escucha el silencio para que surja orgánicamente el siguiente paso, sorbiendo cada segundo la vida que nos llena y rodea.