La ecología del cuerpo
En mitad del otoño, también del otoño de mi vida, es tiempo de despojarse de las hojas secas, de las creencias y costumbres del pasado que ya no sirven. Se convertirán en compost que nutrirá las nuevas semillas de la vida, que nunca muere, que renace a cada instante.
Empezamos una serie de artículos «Ser humano: un microcosmos en relación», para sintetizar una visión global del conocimiento, la salud integral, la longevidad, la felicidad y el cumplimiento del potencial de esa vida concentrada en eso que llamamos «yo».
Desde que el mundo es mundo, mujeres y hombres hemos intentado saber quiénes somos, qué hacemos en este planeta, cómo sufrir menos y curarnos cuando hemos enfermado; hemos aprendido a relacionarnos con el entorno para aprovechar lo mejor; hemos descubierto plantas medicinales y formas de utilizarlas, inventado medicamentos; hemos construido mitos y rituales para dar un sentido a nuestras vidas. Sin embargo, a lo largo de todo un proceso de milenios, de conservación y de destrucción, de memorias y olvidos, de extremada especialización en detrimento de la visión general, hemos llegado a una crisis global. La crisis económica es solo una de las consecuencias de haber alcanzado el umbral de un paradigma, de un conjunto de creencias, valores y formas de actuar que nos ha llevado a un empobrecimiento de la salud corporal, emocional, mental y espiritual de la especie humana. Al mismo tiempo, hemos llegado al borde del precipicio, de un deterioro parcialmente irreversible del medio que nos sustenta y del que formamos parte ineludible: la Tierra, un gran ecosistema vivo que tiene sus propias leyes.
Y la responsabilidad no es solo de los que mandan y de los que se enriquecen, de los que explotan recursos y personas, de los que miran para otro lado, de los que solo se ocupan de su vida despreciando la supervivencia de las generaciones que nos siguen. La responsabilidad es individual. ¿Qué hace cada uno por su salud integral? ¿Cómo nos contaminamos con alimentos insanos, noticias falsas, críticas que no pasan a la acción, emociones y relaciones tóxicas? ¿Quién mira hacia adentro para confiar en sus tripas y en su corazón, en su intuición y en su auténtica programación hacia el amor y la felicidad? La acción impecable individual influye en el colectivo y se convierte en social –y viceversa-.
Como miembro de la generación de los años 40, creí desde muy joven que no había salvación individual sino en la salvación colectiva. Y muchos coetáneos nos dedicamos a tareas solidarias, unos en la espiritualidad cristiana y otros en la política. Algunos intentamos combinar ambas. Pero siempre mirábamos hacia afuera y hacia el futuro. En el camino, olvidamos el cuerpo y la propia salud, descuidamos las relaciones personales y las emociones –aparentemente inexistentes y en el fondo desatendidas como egoístas y «pequeñoburguesas»-.
Enfocamos todo nuestro bienestar y la felicidad del género humano en el futuro; si cambiábamos las condiciones socioeconómicas, si construíamos una democracia contra la dictadura, todos nuestros males se habrían acabado. Relegamos el presente, sacrificándolo a un futuro soñado, que siempre sería mejor. Y nos llenamos de principios, doctrinas e ideologías. No perdimos ni sacrificamos la juventud, pero sí aprendimos intensamente que la vida es algo más grande, misterioso y coherente de lo que pensábamos. Por tanto, ningún lamento ni un ápice de nostalgia.
Hay que pasar por mucha complejidad, para poder simplificar, sin caer en la simpleza; para poder condensar y sentir la fabulosa sencillez y coherencia del milagro que somos, del prodigio de la vida en un minúsculo planeta, dentro de una infinidad de cuerpos celestes sin vida. Vivimos «de milagro», a pesar de todas las acciones humanas en contra de la supervivencia: guerras y violencia, contaminación del aire y del agua, envenenamiento de las tierras cultivables, infección literal de los alimentos a través de colorantes y conservantes de nombres impronunciables. Vida estresante sometida a un horario laboral, muchas veces sentado, cuando los humanos hemos sido durante siglos nómadas, cazadores, recolectores, agricultores… Y el cuerpo y el cerebro han de adaptarse en décadas a lo que necesitaron para sobrevivir en un medio hostil varias decenas de milenios.
En los últimos 30 años, he practicado el yoga, el taichí, el chikung, la natación, el montañismo, la agricultura y la jardinería, la meditación… He sido carnívoro, vegetariano, macrobiótico, vegano… Pero siempre faltaba o sobraba algo. Cada año aparecían nuevas informaciones; la genética (mis orígenes chinos me hacen tener dificultades con la lactosa); el tipo de sangre (las dietas generalizadas no vienen bien a todos los tipos); que si hay colesterol bueno y colesterol malo; que si el vino bebido con moderación es bueno para el corazón; que si la soja que sustituía a la leche de vaca es transgénica y, por tanto, nociva. ¿Qué hacer?
Integrar cada cual lo que mejor le venga a su constitución, entorno, edad y carácter. A su experiencia existencial.
A todo esto, se irán dando respuestas en esta serie de artículos, resumiendo principios básicos e informando de los últimos descubrimientos. Siempre se ha puesto demasiado énfasis en lo que ingerimos, descuidando lo que evacuamos. Se ha considerado el cuerpo como una máquina con piezas aisladas, sustituibles, que se pueden arreglar como cuando se rompe uno de los mecanismos de un reloj. Sin embargo, somos millones de bacterias contenidas por una bolsa de piel, que interactúan continuamente con el entorno. Y el entorno está formado por billones y billones de microorganismos. Y todos ellos forman un ecosistema en el que estamos incluidos.
Pero, si no somos solo cuerpo, sino también mente-corazón (con sus pensamientos y emociones) y espíritu o conciencia (que puede observar, ser testigo, reposar en la unidad de lo que «ve-siente-actúa-sin-hacer»), las cosas se complican. Sin embargo, corresponde más a la verdad afirmar que el cuadro se completa. Las últimas investigaciones de biólogos, médicos, psicólogos y especialistas en la conciencia han demostrado que todo influye sobre todo: el ADN es influido por el medio en que se desarrolla, los neurotransmisores generan emociones y, a su vez, son generados por ellas, disparadas por las experiencias que vivimos y cómo las vivimos. Nuestras emociones, incluso las no expresadas, influyen sobre nuestro entorno cercano. El estado emocional de todo un país afecta a cada uno de sus ciudadanos…
Y parte de esto está muy bien condensado en un excelente libro, «Microbiótica. Una revolución para sanar la Tierra y el ser humano», escrito por experimentados especialistas (Lynn Margulis, Máximo Sandín, Bonnie Bassler, Jairo Restrepo, Jesús Mier, Martin Goldman, entre otros), coordinado por el periodista especializado en el desarrollo de la conciencia e investigador microbiótico, Luis Lázaro. (Ediciones i Integralia la casa natural, Madrid 2014).
Al final, como afirmó Osho, el gran maestro hindú que dejó una prolífica obra (la mayor parte ya traducida y editada en castellano), medicina y meditar tienen la misma raíz indoeuropea: mederi, que significa reflexionar y tomar medidas. En su libro «De la medicación a la meditación» (Gaia, 2014) afirma que el hombre es en sí la enfermedad por su propia personalidad y esto es su desgracia y, al mismo tiempo, lo que le hace único y singular. La medicina analiza la enfermedad, como algo que viene del exterior, y lo hace por partes; la meditación va de adentro hacia afuera, del hombre-enfermedad hacia la salud integral cuerpo-mente-espíritu. Y aquí empieza la ecología del cuerpo, la vuelta «a casa» (oikos en griego). Y nuestra casa es nuestro cuerpo-mente-corazón integrado en el macrocosmos, que replica el microcosmos que somos.
Alfonso Colodrón
Terapeuta Gestáltico
Consultor Transpersonal
www.alfonsocolodron.net