Cuando descubrí el yoga, tenía quince años y buscaba desesperadamente una solución. Aquel método milenario era un completo desconocido en mi país, hasta el punto de que al preguntar en la calle qué era el yoga, alguien bromeó: «¿Es un jugador de fútbol?». Sin embargo, el yoga es, sin duda, uno de los métodos más solventes para el mejoramiento humano y desarrollo de la consciencia. Tenía problemas físicos y emocionales, y tan pronto como comprobé cuán efectivas eran sus técnicas, decidí incorporarlo a mi vida.
Afortunadamente, se estableció en Madrid un mentor hindú que enseñaba el verdadero Hatha-yoga. Así, tras un inicio autodidacta, encontré una guía fiable que me ayudó a restablecerme física y psicológicamente, y a aprender los procedimientos que tanto contribuyeron a mi armonía psicosomática. El yoga se convirtió en un aliado duradero durante mi adolescencia y juventud.
Trato de practicarlo diariamente, incluso en los viajes a India. Me ha dado tanto, que sentí la necesidad de compartir este regalo con los demás, convirtiéndome en un «intermediario gnóstico» divulgando enseñanzas y métodos que derivan de las mentes más sabias de la humanidad, siempre promoviendo experiencias personales.
Sin embargo, lo que no predije fue que una bacteria me dejaría al borde de la muerte, justo antes de ser ingresado en el hospital. En medio de mi sufrimiento, pude hacer posturas de yoga acompañado de Luisa. Apenas unas horas después, sufrí una parada respiratoria debido a una infección severa. Ahora miro hacia atrás, y aunque sentí que estaba en el umbral de la muerte, mi historia de recuperación está muy ligada al yoga.
La muerte no me llevó, pero enfrenté un inmenso desafío
Resumiendo mi estado tras casi un mes en la UCI: perdí veinte kilos, estaba desmusculado, y mi aparato digestivo no funcionaba bien. Mi capacidad respiratoria era mínima: levantar un brazo se sentía como una hazaña. Sufría de insensibilidad, visión doble, y equilibrio, pero aún así, me atreví a preguntar a otros cuánto me podía ayudar el yoga en mi recuperación.
Contaba con una herramienta valiosa: el yoga. Empecé a practicarlo en condiciones adversas; mis músculos estaban débiles, y era casi como si fuera un principiante nuevamente. Aun así, persistí. Las asanas más simples se volvían un reto, pero no me rendí y confié en que podría recuperar mis habilidades anteriores. A menudo, las posturas más complicadas parecían imposibles de ejecutar.
La lucha y la necesidad de volver a la normalidad
El cuerpo humano puede ser extremadamente vulnerable. Recordé las palabras de Theos Bernard: si uno no tiene éxito en el yoga, el fracaso recae en la propia dedicación y no en la práctica en sí. Así, continué a pesar de las enormes dificultades. En tan solo un mes y medio, empecé a dar clases, a pesar de usar un bastón y tener un parche en el ojo.
Desarrollé un plan: Caminar lo más que pudiera, practicar yoga paso a paso, trabajar con técnicas de pranayama, y dedicarme a la relajación profunda y meditación. Era un proceso lento, pero prometedor. Con motivación, recurrí a todas las técnicas posibles para mi rehabilitación. El simple hecho de haber sobrevivido fue un regalo, especialmente porque la bacteria listeria tiene un alto índice de mortalidad.
Hoy, aunque quedan leves secuelas, he recuperado mi ritmo de vida psicosomática, realizando todas las posturas de yoga. He aprendido a valorar la compasión y la vulnerabilidad. El yoga me brindó una «farmacopea» complementaria muy poderosa en mi proceso de sanación.