Ser humano: un microcosmos en relación
Qué decir. Cuándo callar

“Dejadme ahora sentarme aquí, en el umbral de los dos mundos, perdido en la elocuencia del silencio”. Rumi

Contar tres antes de hablar y no hablar si no es para mejorar el silencio son dos sencillas pautas que evitarían la mayoría de los conflictos que se producen día a día en las relaciones personales, profesionales y políticas. Y es que las palabras no son neutras. Siempre evocan sensaciones, recuerdos y sentimientos diferentes, según las circunstancias y las vivencias de quien las pronuncia y quien las escucha. Un término aparentemente tan claro como “agua”, producirá efectos diferentes en un tuareg del desierto y en un habitante de la Amazonía brasileña, en un gallego de Vigo o en un andaluz de Almería, en un ecologista que vive en el delta del Ebro o en un agricultor que necesita un trasvase para regar en Murcia.

Muchas discusiones no se producirían si antes de contestar a una pregunta, una propuesta o una afirmación rotunda, preguntáramos con verdadero interés a quien la emite que precisara un poco más su visión del asunto y su intención. “¿Te gusta el mar?” parece una cuestión sencilla, pero no es lo mismo que lo pregunte o lo responda un pescador, un infante de marina o un veraneante de playa. Alguien propone llevar una “vida más sana” y habrá un abismo según se trate de un joven o de un jubilado, de un obrero que viva en el extrarradio o de un rentista de una urbanización de lujo. Acusar a alguien de pertenecer a la “extrema izquierda” o de ser “nazi” precisaría saber dónde se sitúa quien acusa y qué entiende por ello antes de rebatir, indignarse o contra atacar.

Vivimos en un mundo de furia y ruido y no siempre los culpables son los demás. Cada uno de nosotros contribuimos a más paz y más silencio o a más irritación y más barullo. La palabra tiene la cualidad de crear realidades o de matarlas y estaría bien prestar atención a lo que decimos y a cuándo hablar y cuándo callar. Muchos conflictos de pareja se producen porque uno de los dos anuncia sus intenciones antes de tiempo, como pidiendo permiso o disculpándose de antemano y el otro miembro de la pareja empieza a poner pegas o a remontarse al pasado. Suelen hacerlo más los hombres, y eso que normalmente se les reprocha no comunicar y guardar prolongados silencios. La verdad es que muchos hombres callan cuando deberían expresar lo que sienten, pero hablan cuando deberían callar y simplemente escuchar.

La escucha profunda y atenta es una cualidad rara hoy día en que todo el mundo necesita decir “aquí estoy yo”, tal vez porque el sistema nos convierte en números anónimos de tarjetas de identidad, cifras estadísticas, consumidores indiscriminados, productores de algo para engrasar las ruedas económicas del “desarrollo” o desechos marginales sobrantes.

Es más fácil escuchar a alguien que tiene un lenguaje orgánico que a alguien que recita frases aprendidas, lugares comunes, eslóganes políticos o comerciales, opiniones ajenas. Un lenguaje orgánico es un lenguaje corporal hecho palabra, un lenguaje nacido de la vivencia y de la experiencia personal, porque la palabra o es vida o no es nada. Las palabras que se lleva el viento son aquellas en las que no implicamos nuestra propia vida. Históricamente, cuando «un hombre de honor» comprometía su palabra, sobraban juramentos, firmas, señales y garantías. Y es este tipo de palabra el que puede hacer sanar o enfermar, crear o destruir, comunicar o aislar, «amistar» o enemistar, pues la palabra es la herramienta fundamental que los seres humanos tenemos para convivir.

Y el silencio.
En todas las épocas y en todas las culturas, el silencio ha sido una de las vías de progreso interior y de desarrollo personal y espiritual. Retirarse al desierto como los eremitas, a un monasterio o simplemente subir a lo alto de la montaña como en la cultura de los indios americanos para aquietar el espíritu y tener la visión y, con ella, volver a la tribu y compartirla. Hoy día bastaría con hacer una respiración profunda antes de responder al teléfono y vernos sumergidos en el territorio de quien llama; con meditar aunque fuera un solo minuto al levantarnos por la mañana y otro al acostarnos por la noche; pero todos los días del año, con la misma constancia con la que nos lavamos los dientes.

Sin embargo, casi todo el mundo teme el silencio embarazoso que puede producirse en un café, en un ascensor, antes de una reunión de trabajo o de una conferencia. La mayoría de las personas se sienten nerviosas y se entablan conversaciones superficiales. Asocian el silencio a la soledad. Creen que profundizar en su interior es encontrar un gran vacío que hará presente a la sigilosa Señora de la Guadaña, la mudez de los cementerios. Olvidan la quietud de una noche estrellada y la placidez de un amanecer en el campo antes de que despierten los pájaros.

Silencio voluntario y no impuesto por la censura de los poseedores de la verdad, de los regímenes dictatoriales y las “leyes mordaza”. El verdadero silencio interior es un sosiego de las mismas células en el que uno no se identifica con pensamientos, deseos, planes ni miedos. Nada que ver con la afonía que produce el aburrimiento, la sordina de la perplejidad ni el tartamudeo del no atreverse a expresar. El auténtico silencio es mental, emocional y corporal. Y más allá, espiritual: la contemplación en ese espacio en el que no existen objetivos que conseguir ni separación alguna entre el observador y lo observado.

El verdadero silencio genera auténtica reflexión para comprender lo que pasa a nuestro alrededor, porque no es lo mismo saber que comprender. Como afirma el Premio Nobel alternativo de Economía Manfred Max-Neef,
lo que sabemos puede generar un discurso, pero lo que comprendemos genera una actitud. Y son las actitudes y no los discursos las que cambian el mundo.

Alfonso Colodrón
Terapéuta Gestáltico.
Consultor Transpersonal
www.alfonsocolodron.net