Los mitómanos

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«Cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Ítaca verde y humilde…». (Jorge Luis Borges)

André Malraux, asegura que «todo aventurero nace de un mitómano». Y ese elemento común, la mitomanía, es quizás la razón de que en el mundo literario y más aún en el espiritual, tuviera y aun mantiene un muy buen cartel, el mundo de la bohemia, que tuvo su apogeo en el siglo XIX, y primera mitad del XX.

Una bohemia generalmente casposa y cutre, que degeneraba en un malditismo de garrafón, pero que incluso cuando era auténtica, sólo se convertía en un fin en sí misma en vez de un medio de inspiración, con lo que lograba una productividad literaria mínima.

Porque en el delicadísimo proceso de investigación y creación, cualquier sistema que no resuelve sus contradicciones internas, se vuelve estéril. Porque como decía Julio Camba, «una cosa es no tener convencionalismos y otra tener el convencionalismo de no tenerlos; una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados; una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no debe quebrantarse nunca».

Un caso famoso de escritor de «vida pseudoaventurera», fue el de Jack Kerouac, el precursor literario de los hippies, famoso por su novela «Sobre el camino», paradigma de la generación «beat» de los sesenta.

Pero en contra de su aura de aventurero, Kerouac pasó la mayor parte de su vida escribiendo y dándole a la botella en su casa, donde vivía con su madre, y por eso escribió 30 libros.

Y esa mitomanía también es causa de que abunde relativamente tanto, la figura del escritor pseudoaventurero, siempre impregnado con grandes dosis de una imaginación que roza muchas veces la estafa intelectual.

Así por ejemplo, un caso curioso de mezcla de fantasía, desfachatez y de amortización de viaje, fue el de Romain Rolland.

Mircea Eliade, (que éste sí que era un auténtico estudioso, había estado en la India de joven, y sabía sánscrito y tibetano), en sus memorias se escandaliza cuando se entera de que el famoso «hinduólogo» francés, Romain Rolland, gran corresponsal de Freud, que escribió cuatro volúmenes glosando a Tagore, Gan-dhi, Ramakrishna y Vivekananda, y la espiritualidad india, ¡no sólo no sabía sánscrito, sino que ni siquiera sabía inglés!, por lo que le tenía que leer y traducir su hermana, los textos de esos autores, además de servirle de intérprete en sus muy limitadas conversaciones con ellos.

Y es que, muchos de los que necesitan vivir las aventuras antes de escribirlas, luego nos cuentan batallitas imaginadas. Porque, desde que Freud formalizó y popularizó el subconsciente, intuímos que en muchos casos la escritura es un ajuste de cuentas personal del escritor con sus recuerdos.

Luis Landero reconoce que «las cosas sólo pueden recordarse con fidelidad una vez. A la segunda el recuerdo está ya contaminado por algún detalle de la primera evocación. De ahí que la poesía sea sobre todo el naufragio feliz de la memoria».

Es lo que poéticamente señala el proverbio árabe: «Cuando la memoria va a buscar leña, siempre trae los troncos que más le gustan». Por eso no es de extrañar que aunque parezca paradójico, casi siempre se acuerda uno perfectamente de la primera vez que uno hizo el amor, y sin embargo, lo que uno ya ni recuerda es de la última.

Nietzsche advierte que para poder vivir hay que olvidar, o al menos saber seleccionar los recuerdos.

Por eso dice Gregor Von Rezzori: «Hay quien atesora como una joya secreta los momentos hermosos del pasado. Otros los van arrastrando como un presidiario su bola de hierro. Y en las naturalezas sensibles, se juntan ambas cosas».

«Solo una cosa no hay. Es el olvido. Es una de las formas de la memoria», decía Borges.

Disraeli, abunda en la subjetividad de la memoria: «Como todos los grandes viajeros, he visto mas cosas de las que recuerdo, y recuerdo mas cosas de las que he visto».

Y es que como decía Valle-Inclán, «las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos». Y si se tiene mala memoria da igual. William Saroyan confesaba sin rubor: «O te acuerdas de algo o te lo inventas. Viene a ser lo mismo».

Claro que hay casos verdaderamente clínicos. Cuando Heidegger se entera de que Ernest Jünger, va a emprender un largo viaje a Oriente, le manda unos versos de Lao-Tsé, para aconsejarle que no lo haga, pues «lo mejor es quedarse en la propia habitación de uno, y ni siquiera mirar por la ventana».

Eran la sentencia 47 del Tao Te King, que dice así:

«Sin atravesar la puerta se conoce el mundo;

sin mirar por la ventana,

se contempla la construcción de los cielos.

Cuanto mas lejos se anda vagando,

tanto mas insignificante

se vuelve el conocimiento.

Por eso el elegido, conoce aunque no camine,

designa aunque no mire,

finaliza aunque no actúe».

Lo que es coherente con el proverbio zen: «Sin el canto de un ave en la montaña, aún mayor es la quietud».

Y Luis Racionero, cita al poeta hindú Kabir que aconseja:

¡No vayas al jardín de las flores!.

No vayas allí.

En tu cuerpo está el jardín florido.

¡No oyes la melodía

de la música silenciosa?.

En el centro del cuerpo

el arpa del gozo,

resuena con suavidad y dulzura.

¿Para qué quieres ir fuera

a escucharla?».

Isidoro García

Director Revista Quitapesares

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4,9 minutos de lecturaActualizado: 04/01/2013Publicado: 04/01/2013Categorías: QUITAPESARES

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