En una pequeña localidad había un templo en el que se había colocado una caja para recibir donativos. Los benefactores del templo se hacían cargo de esta caja, a la par que había otra para los devotos comunes. Los benefactores tenían la costumbre de donar una moneda de oro a la semana.
Uno de los benefactores era Kamal. Cierto día, tras el oficio del domingo, se dijo a sí mismo:
«Todas las semanas los benefactores echamos en la caja un buen número de monedas de oro. Por una vez que yo eche una de cobre, poco se va a notar en la recaudación final. Además, ¿quién va a saber que he sido yo?»
Así que Kamal, tras este razonamiento y sin darle más vueltas al tema, cogió una moneda de cobre y la depositó en la caja de donativos.
Unos minutos después de la celebración del oficio, los benefactores, como era lo habitual, procedieron a abrir la caja para hacer la recaudación.
¡Sorpresa y bochorno! Todas las monedas eran de cobre, porque todos los benefactores habían tenido la misma avarienta idea que el tal Kamal.
REFLEXIÓN:
El pensamiento ávido no tiene fin como uno no se esfuerce realmente en modificarlo y combatirlo con la actitud de discernimiento puro y despliegue de la generosidad. De otro modo, es como arrojar leña a un fuego que en lugar de atenuarse se intensifica.
En la mente humana hay una tendencia muy arraigada y que es causante de tanta miseria y desigualdades: la avaricia, cuyo antídoto, obviamente, es la generosidad y los buenos sentimientos de compasión.
La persona ávida vive de espaldas a los demás y solo está absorto en la voracidad, pero el fuego de la avidez termina por quemar a su poseedor y le crea una gran insatisfacción, ya que nada de lo conseguido le resulta en verdad satisfactorio. A ello le llaman en la India «el círculo vicioso del noventa y nueve«. Cuando tienes de algo noventa y nueve, quieres redondear y tener cien; cuanto tienes ciento noventa y nueve, quieres redondear y tener doscientos, y así sucesivamente. No tiene fin.
La avidez es una de las tres espinas venenosas o tendencias insanas a las que se refiere Buda.
Los otras dos son la ofuscación y el odio. De hecho, la avidez y el odio entroncan en la ofuscación. Urge esclarecer la mente, dotarla de lucidez y que pueda así liberarse de sus insanas tendencias de avaricia y odio. Podemos hacer de la mente un estercolero o un jardín.
Hay que aprender a conciliar los propios intereses y beneficios con los de los demás. La ofuscación es un velo de la mente que impide la comprensión clara de que todo es transitorio y efímero. Dado que todo es impermanente y todo habrá que soltarlo, incluso el propio cuerpo, la persona que tiene una visión más lúcida es de por sí más generosa y sabe compartir e identificarse con esas palabras, también de Buda, que decían: «Si supiéramos el gran poder que hay en dar, no dejaríamos de hacerlo«.
Ramiro Calle
Director del Centro de Yoga Shadak y escritor