El que avisa no es traidor. La pregunta tiene trampa, porque sabemos el final de la historia y jugamos con ventaja. Además, dependería de si nos encontráramos en el puente de mando, en la primera cubierta de privilegiados, en los camarotes de tercera clase o debajo del todo, en la sala de máquinas. El hundimiento del Titanic sigue siendo una poderosa metáfora del engreimiento del ser humano, pues todavía hay quien piensa que los avances científicos y la tecnología serán el talismán mágico capaz de salvarnos de las catástrofes naturales, sobre todo, de las producidas por nosotros mismos.

A principios del siglo pasado, el trasatlántico más grande y moderno del mundo se hundía en menos de tres horas, en medio de la oscuridad y las gélidas aguas de Terranova tras chocar contra un iceberg. Murieron 1.500 personas de las 2.223 que embarcaron. Mil ya estaban condenadas de antemano, porque solo había botes salvavidas para 1.045. Aunque se privilegiaba a mujeres y niños, murieron el 74% de los pasajeros de tercera clase, frente al 38% de los de primera. Ningún niño de primera y segunda clase murió (excepto uno cuyos padres se negaron a embarcarle), pero 53 niños y niñas de tercera clase perecieron. La pobreza sigue siendo la primera causa de muerte desde que el mundo es mundo.
Es otro símil de lo que está ocurriendo ahora en el mundo, con los campos de refugiados del Sáhara desde hace varias décadas, los miles de muertos que yacen en el fondo del Mediterráneo porque sus pateras no lograron alcanzar las costas españolas o griegas, o las masas de refugiados ante los muros, alambradas y empalizadas que Europa ha puesto a sirios, afganos, eritreos, somalíes… que huyen de la guerra. Y suponemos que son los que han tenido medios económicos, valentía y formación para luchar por su vida, pues una gran mayoría no pueden sino esperar la muerte por balas, bombardeos o inanición.
Afortunadamente, en el caso del Titanic, los supervivientes fueron rescatados por otros dos buques que los desembarcaron en Nueva York. Hoy día, los refugiados son la primera avanzadilla de supervivientes. Sin embargo, dada la crisis ambiental global, ¿dónde desembarcaríamos los humanos tras el colapso de la vida en el planeta por el cambio climático, la subida del nivel de los océanos, la desertización y tala de bosques, la contaminación de ríos y océanos, la creciente escasez de agua potable, la radioactividad por explosión de alguna de las más de cuatrocientas Centrales nucleares desperdigadas por todos los Continentes…? Soñar con la vida en la Luna o Marte, de momento es ciencia-ficción.
No es necesario ser catastrofista para dar a conocer lo que todos sabemos, mientras bailamos, escuchamos música, cenamos o dormimos plácidamente, como los pasajeros del Titanic. Que la actual trayectoria de la especie humana hace años que ha entrado en colisión con la biosfera, como advirtieron en 1992 un millar y medio de científicos y, entre ellos, noventa y nueve premios Nobel: “las actividades humanas están infligiendo un daño severo y a menudo irreversible al medio ambiente y a los recursos naturales”.
Nos llegan informaciones dispersas en titulares de prensa, noticias instantáneas por televisión, o mensajes a través de los móviles. Hay quienes prefieren no creérselo, pensar que es para dentro de muchos años, juzgar que solo afectará a países de África, Asia o Sudamérica, caer en el pesimismo de lo inevitable. Conozco incluso “ecologistas radicales que piensan que la humanidad es un cáncer para la Tierra, y que sería bueno que nos extinguiésemos, siguiendo la línea existencial de Jonathan Swift, autor de “Los viajes de Gulliver”, que afirmaba “odiar y detestar a ese animal llamado hombre”. Podría parcialmente entenderse desde la posición naturalista de Walt Whitman, que afirmaba envidiar la placidez de los animales, pues en comparación con el ser humano, “ninguno está insatisfecho ninguno enloquece con la manía de poseer cosas, ninguno se arrodilla ante otro… ni es respetable ni desdichado…”.

Personalmente prefiero adherirme a la posición de Antxon Olabe Egaña, amigo de quien me fío y una de las voces más reconocidas y respetadas como economista especializado en el cambio climático: es LA HORA DE LA RESPONSABILIDAD, subtítulo de su reciente obra “Crisis climática-ambiental”. El libro de divulgación al respecto más completo, riguroso y comprometido que jamás haya leído hasta el momento. Y esto, porque la aborda desde los planos histórico, filosófico, físico, geográfico, político y económico. Pero, sobre todo, desde el plano ético y moral del compromiso de las generaciones actuales hacia las generaciones futuras, y de agradecimiento del legado de nuestros antepasados prehistóricos, que lograron sobrevivir y adaptarse a todo tipo de climas y regiones geográficas. Y esta posición nos interpela a adoptar una posición personal y colectiva. Como concluye Antxon Olabe, “Diez mil generaciones de seres humanos nos han precedido. Diez mil generaciones venideras reclaman a través de nuestra conciencia su derecho a recibir un mundo lleno de vida. Esa es la llamada, ese es el compromiso. Porque la Tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la Tierra”.
El restablecimiento del medio ambiente, la salud del Planeta, empieza por responsabilizarnos de nuestra propia salud corporal, emocional, mental y social. La interacción con nuestro propio cuerpo y con los demás. No basta ya con la denuncia, las campañas, las firmas, la presión a nuestros gobernantes, las multinacionales y los organismos internacionales. Necesitamos adoptar actitudes coherentes de salud, consumo, acciones sociales e interacción con la naturaleza. Cada cual puede aportar su grano de arena.
El Titanic se hundió en la noche del 15 al 16 de Abril. En esas fechas, celebro un Encuentro intergeneracional anual, durmiendo en tipis indios en plena Sierra de Gredos, para concienciar a tres generaciones de la necesidad de comunicar con gestos reales, más allá de las palabras, de los cambios que debemos producir en nosotros para recuperar la Naturaleza que somos.
Mientras, el Cosmos entero parece llorar nuestra suerte. La suerte de todas las especies vivas de Gea (otros dicen Gaia), con la música de Andrés Demian Lewin, cuyo album, “La tristeza de la Vía Láctea”, no vió estrenar, pues falleció hace meses con solo 37 años (https://www.youtube.com/watch?v=iLP4-y4bbL8).
Muchas acciones individuales confluyen en un mismo objetivo y producen su efecto, aunque parezca minúscula y sea lenta la onda de un grano de arroz arrojado en un plácido estanque de lotos. En el momento en que escribo este artículo llega a la Puerta del Sol de Madrid, Nacho Dean, malagueño de 35 años, tras recorrer a pie, durante tres años 33.000 kilómetros y 31 países. Y ha tenido 1.895 días para llegar a una conclusión vivida y no teórica: “El calentamiento global es una realidad; tenemos que cuidar la casa en que vivimos. Cuando te deshaces del ruido, queda la única verdad: la del amor, la fuerza, la energía, la solidaridad; la verdad de cambiar las cosas”.

Alfonso Colodrón
Ilustración: Lucía Colodrón
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