“Estoy de buen ánimo, porque doy poca importancia a la realidad” Ricardo Piglia
Puede perfectamente entenderse esta confesión, dos años antes de su muerte, en un escritor que seguía escribiendo textos imprescindibles, a pesar de padecer una esclerosis degenerativa. Pero hay muchas personas que no otorgan a la realidad importancia alguna, la anulan evadiéndose, o se inventan realidades paralelas. Son recetas para “cocinarla”, porque tal vez les parezca demasiado cruda.
Hoy todo el mundo quiere arañar trozos de “bienestar” en su vida, huyendo de las duras circunstancias o del miedo al vacío y a la muerte. La salud, el trabajo, la pareja, la casa, los hijos o lo ahorros son las fuentes de esa felicidad anhelada. Se busca la solución de forma individual, ya que el “otro” se convierte en un competidor que lucha por una parcela del mismo territorio. Otras personas se refugian en una burbuja “espiritual”. Cuanto más grande es el globo de esta ilusión, mayor es el estallido cuando se pincha (enfermedades, rupturas, pérdidas o abrupto aterrizaje).
Son loables los pasos adelante que suponen aceptar la dura realidad, tomando conciencia del autoengaño y plasmándolo en la práctica. A modo de ejemplo, Justo Fernández, desnuda su alma en “Tu cocaína y la mía. Diario de un narcisista” (Editorial Cuatro hojas), una historia sobre “la alegría de decir adiós a un intento fallido de vida… una forma de agradecer lo aprendido”, basada en una experiencia de curación. Por su parte, Biel Moll Galmés, en “Homo terapeuticus, ampliando miradas sobre la masculinidad” (Ediciones Carena-Acidalia), relata su propia y descarnada construcción de la masculinidad, apoyado en una sólida formación filosófica, en la facilitación de grupos de hombres y en los testimonios de estos.
Como escribe Leila Guerreiro, para muchos ha llegado el momento de volver a empezar donde comenzó todo, sin artificios ni adornos, de detenerse y esperar, porque “dejar atrás es ahora la forma de ganarlo todo, y regresar la única forma de seguir adelante”. Hacer un alto en el camino y volver al origen de todo.
Todas las filosofías y todas las religiones se han preguntado qué es la Realidad y han dado diferentes respuestas. Cada respuesta se ha considerado única y definitiva, pero casi siempre era parcial y transitoria. Al poner diferentes nombres a la Realidad última, la redujeron y complicaron. Como afirma el Tao Te Ching, libro esencial del taoísmo, “el tao que se puede nombrar no es el verdadero tao”. Todos los creadores de las grandes religiones y cualquier místico de cualquiera de ellas supieron que, llegados al momento sin tiempo y al espacio sin forma, tenían que entrar en el Silencio. Cuando salían de él, el único modo de comunicar lo que no tiene forma, origen ni fin, lo inefable, el misterio, era la metáfora, la parábola y la poesía. La poesía mística de cualquier auténtica espiritualidad no describe, sino que señala, no intenta convencer ni imponer: simplemente contagia.
El gran secreto no está en las palabras bonitas ni en las formulaciones más o menos racionales, emocionales o imaginativas. Es un despertar profundo, súbito o progresivo, un DARSE CUENTA, de que lo que tomamos como real es una construcción subjetiva; un conjunto de imágenes condicionadas por nuestras experiencias, creencias y deseos. La Realidad es un estado de conexión que se revela cuando hacemos Silencio mental. Los pensamientos que surgen sin cesar ni control son las interferencias que se interponen entre la ilusión y lo real: malas recetas de una realidad que no es necesario cocinar, salvo para disfrazarla.
Cuando despertamos, se acaba la noche y podemos decir con Andrea Bernal: “Allá vamos. Otras piedras vendrán, y estarán en silencio los dioses, y los muérdagos acurrucados verán levantarse los bosques… sabré [entonces] que la noche fue, más que un océano, una levedad negra contra el infinito….” (“Adiós a la noche”, La Isla de Sistolá).
Escritor, terapeuta gestáltico y consultor transpersonal