El poder de nuestros ideales I

El “Yo ideal” y su influencia en la autoestima.

En el seno de nuestras familias somos definidos por primera vez. De la relación con nuestros padres o cuidadores sacamos conclusiones fundamentales que acaban marcando nuestro sentimiento de valía.

Educar implica transmitir ideas, y muchas de ellas son “ideales”; ellos marcan lo que consideramos virtudes o defectos. Lo que de nosotros ha sido valorado y lo que nos han indicado que es lo “bueno”, guía nuestras aspiraciones. La persona que quiero ser es el ”yo ideal”, y tanto lo lejos o cerca que me veo de él como la reacción que tengo cuando me alejo, van a ser determinantes para mi autoestima.

Todos nosotros representamos en nuestra mente de una manera más o menos consciente en qué consiste ese “yo ideal”. Es la manera de ser que nos gustaría alcanzar y lo que nos puede avocar al perfeccionismo. Como decíamos, el “yo ideal” está compuesto por la suma de todos los atributos que nos han enseñado a desear. Así pues, todos nosotros inevitablemente intentamos acercarnos a él. Cuando se habla de “crecimiento personal” o “autorrealización” se está tratando implícitamente de disminuir la distancia entre lo que siento que soy y lo que considero que sería mejor que fuera.

Lo curioso del “yo ideal” es que está directamente relacionado con el amor, (¡no con la verdad!), por ello nos condiciona tanto y resulta tan difícil no dejarnos tiranizar por él. El amor hace que las ideas/ideales se nos “metan en vena”, para bien y para mal. Desde que nacemos buscamos la aprobación y la admiración de las personas que queremos y esto se mantiene a lo largo de toda nuestra vida. Ser lo mejor que se puede ser está al servicio de mantener la unión con las personas de las que dependemos; esto nos resulta a todos fundamental ya que de ello depende nuestra supervivencia. No olvidemos que somos “animales sociales”, y que fuera del “grupo” no nos es posible vivir.

A la vez y por fortuna, al crecer podemos elegir nuevos grupos de pertenencia, y si estos son democráticos, disfrutar de suficiente libertad dentro de ellos. Somos tanto nuestra independencia como nuestra pertenencia.

El ser humano quiere ser mejor para ser más querido, y con el tiempo no solo por los demás, sino por su propia conciencia. Conforme maduramos ya no solo nos importa la aprobación del otro sino que buscamos la propia, lo cual significa que por amor a nosotros mismos, por la necesidad de darnos motivos por los cuales sentirnos orgullosos, conducimos nuestros actos en un intento de aproximarnos a nuestro “yo ideal”. Según las personas se priorizará más buscar la aprobación de los demás o la de la propia conciencia. Tan limitante resulta depender en extremo de la aprobación del otro como de la propia. No permitirse errores esclaviza, independientemente de que el juez sea el otro o uno mismo.

Es clave que entendamos que ese “yo ideal” deseado no tiene nada de “verdadero” ni de “natural”, es simplemente aprendido, y depende de nuestro entorno inmediato y del momento histórico en el que vivimos. Lo que en una familia o época se considera “sagrado” en otra situación puede considerarse un “pecado mortal”.

El relativismo nos libera de la obligación de cumplir con esas exigencias internas y externas, y nos ayuda a centrarnos en nuestros deseos más prácticos, los cuales por cierto nunca se basan en “ser” de una forma u otra. Es mejor no querer “ser” nada y centrarse en las consecuencias tangibles de nuestros actos. Hay una sola virtud universal e incuestionable, la piedad por el sufrimiento propio y ajeno, esta es la base del comportamiento moral.

 

 

Susana Espeleta
Psicóloga. Psicoterapeuta individual y de pareja
s.espeletaortiz@gmail.com