El oficio que habitamos

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«La soledad es una tormenta de silencio, que arranca siempre nuestras ramas secas»

Khalil Gibran

¡Qué persuasiva la palabra oficio! Opus facere, hacer obra. Crear algo. En otros tiempos, los padres advertían a las hijas que no se casasen con un determinado novio, por no tener «oficio ni beneficio». Es decir, por no tener medios de vida heredados, ni oficio o profesión con que ganarse la vida. Eran los jóvenes de «cabeza hueca» que ni siquiera buscaban su lugar en el mundo. Otros muchos, seguían el oficio de la familia, que se mantenía por generaciones, ya que los niños aprendían sus habilidades desde pequeños ayudando a padres y abuelos.

Eran otros tiempos. Agricultores, ganaderos, pescadores, mineros, artesanos… infra pagados y subvalorados han ido siendo desplazados por trabajadores virtuales detrás de un ordenador, camareros o albañiles, ahora con necesidad de reciclarse.

La mayoría de los padres quieren que sus hijos e hijas lleguen más lejos de lo que ellos llegaron. Muchos se esfuerzan, a veces a costa de grandes sacrificios, para pagar unos estudios. Pero hace ya unos años que jóvenes bien preparados, con carreras universitarias, posgrados, idiomas… trabajan de repartidores, telefonistas, buzoneando, haciendo fotocopias o están en el más desesperanzado de los paros. ¡Qué desperdicio!

Muchos siguieron malos consejos de dedicarse a algo que no les gustaba, pero que creían que «tenía más salida» en el mercado laboral. Siempre el «Mercado» donde se venden horas de vida aburrida para comprar horas de vida en libertad. Qué pocas personas encuentro satisfechas con lo que hacen profesionalmente. Cuando me llegan jóvenes a la consulta, siempre intento apoyar su auténtica pasión, aunque parezca poco realista, insensata, sin muchas salidas profesionales. Sin embargo, sé por experiencia que cuando se sigue «un camino con corazón» siempre se acaba llegando al destino. Al propio destino y no al que la sociedad mercantilizada y la familia temerosa empujan. Algunos persisten emigrando. Otros se desmoralizan y abandonan.

Mi segunda novia tenía clara su pasión desde joven por las momias y los jeroglíficos egipcios. El mundo adulto que nos rodeaba lo consideraba un capricho, una simple afición pasajera, una veleidad infantil con la que no podría ganarse la vida. Con el tiempo se convirtió en egiptóloga reputada y se casó con un papirólogo y catedrático de la Sorbona. Había seguido su vocación y su destino. Fue una mujer realizada profesional y familiarmente. Murió con las botas puestas siguiendo su vocación. Aquello para lo que se sentía llamada.

En estos tiempos de crisis –en gran parte psicológica y manipulada-, parece un lujo sin sentido hablar de «misión», «vocación», «servicio» o «destino», cuando gran parte del personal está buscándose las habichuelas o temeroso de perder las conseguidas. Pero no es un lujo, sino una necesidad cada vez más acuciante. He ayudado a personas en paro a encontrar otros quehaceres profesionales que nunca habrían imaginado. Seguían túneles sin escapatoria, empujadas por el entorno, el miedo, la falta de autoestima. No son solo las condiciones objetivas las que nos dificultan la expansión profesional, económica y personal. Son también los miedos, la resistencia al riesgo, la necesidad de control, la soledad en la que nos encerramos.

Muchas personas que acuden a una consulta terapéutica están en el fondo muy solas. No tienen con quien compartir sus más hondas preocupaciones, sus deseos inconfesados, sus sueños aparentemente inalcanzables. Y eso a pesar de tener familiares que dicen quererlas o amistades que desean apoyarlas. Por ello, he tomado el título de este artículo del libro recién publicado «El oficio que habitamos. Testimonios y reflexiones de terapeutas gestálticas» (Desclée de Brouwer), obra colectiva dirigida por Ángeles Martín, que lleva más de tres décadas dedicada a, «arrancar ramas secas», sembrar, plantar, regar y abonar y a escuchar secretos.

Es cierto que también somos lo que ocultamos a los demás y el oficio del terapeuta consiste esencialmente en establecer una relación de transparencia, no ocultación, salida del estrecho armario que tanto tiempo nos ha oprimido en la oscuridad y falta de oxígeno. Como bien afirman Jorge Lozano y Pablo Fancescutti, ambos profesores universitarios, «el secreto nunca muere porque es inherente a la comunicación, por ser un cemento de la sociedad (su posesión crea alianzas y exclusiones) y por ser un pilar de la identidad personal (somos asimismo lo que escondemos a los otros» («Cuando desvelar también es ocultar» (El País, 7-12-2012).

Y esta magnífica obra colectiva es fundamentalmente una condensación de revelaciones y desvelamientos personales. ¿Quién sino mujeres valientes iban a destaparse, des-cubrir ciertas intimidades de su quehacer, poniéndose en carne viva ante el lector, que podría ser un consultante actual o futuro? Sin miedo a romper o disminuir la transferencia que toda persona que acude a terapia hace a su terapeuta, la autoridad, el padre o madre sustitutos… «Quizá sea mi maternidad sublimada en la profesión la que me produzca este placer –como una madre que ayuda a sus hijas a sortear los escollos para vivir de un modo más satisfactorio…» (Montse Mendicute, «Reflexiones profesionales. Relatos de una terapeuta»).

Sin pelos en la lengua, estas once terapeutas van desgranando parte de su oficio: «Todos queremos cambiar, pero de una manera muy narcisista, sin que se nos toque nada de lo más íntimo…, que el terapeuta nos anime, nos apoye, nos ame, pero no queremos que nos diga que somos prepotentes o mandones, o que rivalizamos todo el rato o que negamos deseos nuestros y los transformamos en temores al otro» (Carmen Gascón, «Psicoterapia en la era de la modernidad»). Y poco a poco se van poniendo palabras a los deseos no aflorados o negados, a las prohibiciones internas inconscientes procedentes de la familia, la escuela, la sociedad…

Personalmente sigo aprendiendo de mí mismo ante el espejo de cada consultante, que muchas veces me presentan otros niveles profundos de problemáticas no resueltas, y me obligan a investigar, removerme, cambiar. Esa es la verdadera compensación de un oficio duro, a veces ingrato, que sacude también nuestras ramas secas en la soledad de la consulta, en la obligada confidencialidad absoluta de lo escuchado, lo hablado, lo desvelado. A veces, siento que no es el oficio que habito, sino que él me habita a mí, como cuando se es respirado en lugar de respirar. Y las sincronías que ocurren, el contagio recíproco de intuiciones, duelos y éxtasis es la gasolina que me hace persistir en este oficio. Una especie de danza, a veces lenta, en ocasiones vertiginosa, siempre al filo de lo imprevisto, la sorpresa, lo inimaginable. Y siempre presente, la vulnerabilidad, la posibilidad de «quemarse» y resurgir de las cenizas, anclándose en la meditación, la vida familiar, la supervisión del quehacer terapéutico con otros terapeutas y la formación continuada en talleres, lecturas, conferencias y congresos. (Adelaida López, «Fatiga por compasión: una perspectiva del vínculo terapéutico»).

Al final, algunos logramos aunar nuestra pasión, lo que hacemos profesionalmente, las necesidades del mundo exterior y lo que este está dispuesto a pagar a cambio. A esto le llamo tener un propósito en la vida integrado en el mundo actual y construir el propio destino.

Alf
onso Colodrón

Terapeuta gestáltico y consultor Transpersonal

alfonso.colodron@yahoo.es

www.alfonsocolodron.net

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6,4 minutos de lecturaActualizado: 20/08/2017Publicado: 11/01/2013Categorías: Estilo de VidaEtiquetas: ,

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